El cristiano y la salud
La fe cristiana entiende la vida como un don que debe vivirse en
plenitud. Esto atañe también, a la salud física.
Por Antonio Cruz Suarez
La Organización Mundial de
la Salud
definió el término “salud” como “el estado de completo bienestar físico, mental
y social, y no solamente la ausencia de dolencias o enfermedades”.
Esta definición ha sido criticada por ser excesivamente
optimista. Si se la toma en todo su rigor, ¿quién podría afirmar que de verdad
está sano? ¿Quién puede gozar de un “completo” bienestar en todas las áreas de
la vida? Quizás sería mejor proponer un concepto de salud más realista, en vez
de una definición prácticamente inalcanzable.
Aunque también es posible que lo que la OMS pretenda
sea tender siempre hacia un ideal que, desde luego, no existe ni se ha
alcanzado ya.
La fe cristiana entiende la
vida como un don que debe vivirse en toda su plenitud. Esto atañe también, por
supuesto, a la salud física.
El hombre fue creado por Dios para vivir, no para
enfermar y morir. En el propósito inicial del Creador no había lugar para
ninguna forma de mal. Desde este planteamiento, cualquier tipo de enfermedad es
algo que contradice el plan original para el ser humano y, todavía hoy, sigue
estorbando el ansia natural de vivir que anida en el alma de la criatura
humana.
Es verdad que los deseos divinos fueron truncados
prematuramente por la rebeldía del hombre y que, desde entonces, la humanidad
padece sus dolorosas consecuencias. Sin embargo, la lucha de la medicina actual
contra la enfermedad y el sufrimiento continúa siendo absolutamente legítima.
La humanidad tiene el deber moral de conseguir para sí, las máximas cotas
posibles de salud y plenitud vital.
No obstante, esto no quiere decir que deba caerse en
una sacralización de la salud o en los antiguos planteamientos del epicureísmo
que consideraba la búsqueda del placer y del bienestar físico, como el fin
supremo del hombre.
Es cierto que la salud debe ser considerada como un
bien, pero no es el bien absoluto. El creyente tiene que saber aceptar las
limitaciones propias de su naturaleza presente.
También el amor fraterno, la
solidaridad con los necesitados o la entrega por el reino de Dios y la
proclamación del Evangelio, pueden demandar de nosotros que seamos capaces de
exponer nuestra seguridad personal, de arriesgar la salud o incluso la vida (1
Jn. 3:16). Admitir y aceptar la enfermedad, cuando ya se han procurado todos
los recursos espirituales y médicos para curarla, constituye un síntoma de
madurez ya que supone reconocer la condición humana y saber afrontar la
realidad del mundo en el que vivimos. No hay por qué sentirse fracasado cuando
se pierde la salud.Para el cristiano, la propia enfermedad puede ser una
auténtica escuela de madurez y descubrimiento de la verdad.
Fuente: Protestantedigital.com
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